La posesión de la belleza |
nos acerca más a la muerte |
tranquila que anhelamos |
Una noche, tras arduos preparativos. Equipos
de profesionales, pagados con cifras muy largas. La estatua del almirante Nelson se
estremece. Alarmas en Trafalgar Square. La National Gallery violada.
Serpientes.
El escabel púrpura de Pedro el Grande
despierta y tiembla. El palacio del Ermitage se pregunta qué sucede.
Corredores recién encerados, tan
sólo iluminados por tenues luces inactínicas. Mantenimiento y vacío. Lienzos
hieráticos que vigilan lo invigilable. Guardias que hojean despreocupadamente prensa
atrasada. El silencio de los cuadros dormidos, y el perfume del óleo endurecido cien
años atrás.
Guantes inmaculados y
movimientos de precisión imposible. Los rostros cubiertos flotan en los pasillos antes
vacíos, y pisadas certeras conducen a sus dueños junto a los objetivos. Lienzos
enrollados. Trabajo pulcro. Huida.
Inhibición de sistemas.
El Prado, Tate Gallery, Museum
of Modern Art... La lista es concisa, y no admite alternativas. Quince cuadros. No más.
Por el momento.
Varios marchantes, manejados por hilos
cuyo origen desconocen, completan la operación, y reúnen los lienzos en un transporte
especial con destino incierto.
Sonrisas y felicitaciones. Abultados
sobres y transferencias a bancos centroeuropeos.
Horas más tarde se descubren las
ausencias. Autoridades que hablan y deciden. Los marcos vacíos son repoblados con fieles
reproducciones preparadas de antemano. Nada trasciende al mundo, que sigue visitando los
museos, y dejando escapar exclamaciones de asombro al contemplar las obras maestras.
Ignoran que la mayoría de ellas han sido ya sustraídas, sin que esto pueda evitarse.
Champagne.
En una mansión de dimensiones
inauditas una voluntad sensible y oscura pasea en compañía de sus invitados,
compartiendo con ellos su extraordinaria colección, que cuenta ahora con quince nuevas
adquisiciones. Pronto de las paredes de los museos sólo colgarán copias.
Excelentes copias.
© Antonio Dyaz
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